CIFUENTES, Historia, Crónica y Memoria

 

 CIFUENTES, Historia, Crónica y Memoria

 

   Esta es una de las villas más antiguas y de mayor interés histórico de la provincia de Guadalajara. Puesta en el extremo oriental de la Alcarria y al pie de la sierra, debe su nombre a los abundantes manantiales que brotan generosos junto a sus muros por las fisuras de la roca conglomerada que forma el asiento de la villa. Desde esta hacía el Tajo, baja el terreno en pendiente bastante rápida, hasta tocaren el término de Trillo, famoso por sus baños. En aquel territorio se ven también las huellas de la civilización romana en las ruinas de Villavieja, en los barrancos de Ruguilla, en las viñas de Gárgoles y sobre las enriscadas cimas de las Tetas de Viana.

   Pero la verdadera importancia histórica de aquel rincón corresponde a la Edad Media. Cifuentes fue cabeza de aquellos lugares, aunque no del insigne monasterio de Ovila, escondido no muy lejos en un ameno repliegue del terreno, junto a las claras corrientes del Tajo. Pasó oscuramente aquella villa los primeros siglos de la reconquista formando parte del extenso término de Atienza, hasta que el amor quizá ya apagado de Alfonso X, la ofreció en señorío con otros lugares próximos a du dama Dª Mayor Guillén, en quien tuvo a Dª Beatriz, reina de Portugal. Ambas y una hija de esta, Infanta algo andariega, fueron señoras de Cifuentes, y por su parentesco próximo con los Reyes de Castilla, alcanzaron para aquel pueblo singulares mercedes.


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   Pasó luego aquel señorío al inquieto e ingenioso magnate D. Juan, hijo del infante D. Manuel, y a quien con poca exactitud suele llamarse infante D. Juan Manuel. No perdió Cifuentes con este Señorío, porque hay señales ciertas de que procuró por el bien de su villa, aunque también consta que esta sabía defender sus derechos y sus intereses ante los tribunales y aun ejercitando la fuerza. Todavía está en pie, aunque algo aportillado, el castillo que el célebre magnate levantó junto a la villa, e incrustado en uno de sus muros se ve amplia losa de piedra blanca donde se labraron aquellos blasones, cuyo simbolismo explicó D. Juan Manuel tan doctamente en uno de sus libros; como quedan fundaciones suyas de orden más social y provechoso.

   En aquel tiempo, y aun antes, se construyeron murallas y adarves, y aquella iglesia cuyo exterior ennoblece un pórtico cubierto de esculturas muy notables, y en cuyo interior se guardan con algunas obras artísticas los restos del obispo de Yucatán, Fr. Diego de Landa, escritor meritísimo que dejó incompleta la clave de la lectura de los jeroglíficos mayas, restos que tuve la fortuna de descubrir hace algunos años. Además de estos monumentos, se levantaron después otros por la generosidad de la casa de Silva, a la que fue el Señorío de Cifuentes, y que hizo de ella cabeza y título de un gran estado.

   Juan-Catalina García López

 

 


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SUMARIO:

 

Cifuentes

Pág. 9

 

-I-

Cifuentes. Situación, entorno y Geografía

Pág. 11

Cifuentes, cabeza de partido judicial; Demografía de Cifuentes; El Topónimo

 

-II-

Entre los tiempos remotos, y la reconquista

Pág. 23

 

-III-

El Señorío de Cifuentes

Pág. 33

Mayor Guillén de Guzmán, Señora de Cifuentes; Beatriz de Guzmán, reina de Portugal y Señora de Cifuentes; Don Juan Manuel; El Castillo de Cifuentes; Doña Constanza Manuel, Señora de Cifuentes

 

-IV-

El Condado de Cifuentes

Pág. 57

Los primeros condes de Cifuentes

 

-V-

Cifuentes hasta el Siglo XVI

Pág. 69

Las Relaciones Topográficas de Felipe II

 

-VI-

Cifuentes en el siglo XVIII

Pág. 81

Cifuentes y el Catastro de Ensenada; Otra visión de Cifuentes, la histórica de Antonio Carrillo de Mendoza; El día que tembló la tierra, el terremoto de Lisboa de 1755

 

-VII-

¡Guerra a los franceses!

Pág. 97

El 2 de mayo; Los condes del siglo XIX

 

-VIII-

Cifuentes, Siglo XIX

Pág. 119

Las Guerras Carlistas; La feria y mercado de Cifuentes; Cifuentes, con la Reina; Recuerdos y bellezas de España, Cifuentes, 1853; La visita del Obispo; El final de un siglo

 

-IX-

Cifuentes Siglo XX

Pág. 141

La visión del inicio del siglo; La feria en el siglo XX; El comercio en los primeros decenios; La crónica del primer decenio del siglo XX

 

-X-

El Crimen del Ermitaño

Pág. 163

 

-XI-

La gran riada de 1917

Pág. 183

Cifuentes, 1906; La riada de 1917

 

-XII-

Cifuentes, década de 1930

Pág. 209

Crónica del decenio de 1920; La Cueva del Beato, 1930; Los tristes días de 1936, Cifuentes en guerra

 

-XIII-

Cifuentes, El Viaje a la Alcarria, y su Cronista

Pág. 225

La Sociedad de amigos y simpatizantes de Cifuentes; Historia de la Villa condal de Cifuentes; Y la vida sigue

 

-XIV-

Cifuentes Monumental

Pág. 239

 

-XV-

Gentes de Cifuentes

Pág. 257

 

Anexos

Pág. 277

La Iglesia del Salvador de Cifuentes

 


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   Francisco Layna Serrano dio a la luz, en 1955, el hasta entonces mayor estudio histórico sobre Cifuentes, su “Historia de la Villa Condal de Cifuentes”, convertido a partir de entonces en referencia para cuantos autores se han introducido a contar, o descubrir, la historia de ayer y de hoy de Cifuentes.

   Con anterioridad a Layna Serrano se introdujo en las páginas de su historia el también cronista provincial Juan-Catalina García López, y entre ambos dejó páginas de estudio otro de los cronistas que dieron luz a la provincia de Guadalajara, don Manuel Serrano Sanz.

   De entonces a hoy han sido numerosas las crónicas e historias que han ido apareciendo, teniendo a estos tres autores como importante referencia a la hora de introducirnos en el glorioso pasado de la villa. También en esta obra encontrará el lector interesado las inevitables referencias a quien fue primer cronista oficial de la villa.

   En las páginas siguientes encontraremos historias, antiguas y modernas; crónicas cercanas y, ante todo, la esperanza de que, de estas páginas, surjan otras que añadan un poco más de conocimiento a la siempre por estudiar villa de Cifuentes.

 


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El libro:

  • ASIN ‏ : ‎ B09QP1Y7RF
  • Editorial ‏ : ‎ Independently published 
  • Idioma ‏ : ‎ Español
  • Tapa blanda ‏ : ‎ 299 páginas
  • ISBN-13 ‏ : ‎ 979-8405923444
  • Peso del producto ‏ : ‎ 517 g
  • Dimensiones ‏ : ‎ 15.24 x 1.91 x 22.86 cm

BIBIANO GIL, EL ERMITAÑO DE CIFUENTES

 

BIBIANO GIL, EL ERMITAÑO DE CIFUENTES



   Nadie supo de dónde vino, y muy pocos se aventuraron a indagar en sus orígenes. Pero poco después de que desapareciese, la mayoría de las gentes de los contornos intuyeron que algo grave había ocurrido, y que Bibiano Gil, el ermitaño de la Cueva del Beato, no regresaría a la ermita de Loreto.

   La noche de su desaparición, el 21 de febrero, hizo lo que en los pueblos se llamó “una noche de perros”. Lo recordó Vicente del Olmo cuando, acuciado a preguntas por el juzgado y la Guardia civil de Cifuentes, terminó por confesar lo sucedido aquella noche en la que, mientras se dirigía a la Sima del Cura, comenzaba a nevar. Lo confesó quince días después.

   A partir de entonces todo dio un vuelco. A la investigación; a la averiguación de quién era Bibiano Gil y a sentir que, detrás de cada persona, en muchas ocasiones, se oculta un mundo.

   La prensa de Madrid, y de media España, comenzó a ocuparse del asunto y por medio de las disputas públicas de los abogados de Bibiano y de sus supuestos familiares se conoció el dato de que bien podría ser hijo de un acaudalado personaje de la alta sociedad madrileña, aunque originario de tierras alavesas, don Antonio Gil Leceta, fallecido un par de años antes de que todo aquel devaneo cifontino tuviese lugar. Don Antonio Gil Leceta murió en la triste soledad de su riqueza, a causa de un colapso provocado por el frío el 3 de diciembre de 1903. Don Antonio era, según la prensa, el prototipo del avaro novelesco. Un hombre que había hecho fortuna con la usura, y evitando los gastos, incluso en calefacción, a pesar de que su capital le permitía ser miembro del Consejo de Administración del Monte de Piedad, Concejal del Ayuntamiento de Madrid, tener en propiedad unos cuantos edificios de viviendas en la capital, adquiridos con amalas artes y, por aquello de ponerse a bien con Dios para llegado que fuese el momento, dotar de misas y dejar a la patrona de Vitoria cincuenta kilos en plata de candelabro. Fue, también, uno de los elegidos por el Ayuntamiento madrileño para dar la bienvenida al primer obispo de Madrid, el molinés Martínez Izquierdo, a quien acompañó desde Majadahonda a la catedral de San Isidro.

   Alguien contó a nuestro Bibiano, criado en la Inclusa madrileña, que era hijo de don Antonio y de una de sus amas de llaves, doña Josefa. El parecido físico hizo todo lo demás; y a pesar de que a la Inclusa no se le entregó más documento que el que anunciaba que aquel chiquillo, de nombre Bibiano, estaba bautizado, Bibiano siempre, al parecer, se tuvo por hijo natural de don Antonio Gil Leceta, a quien llegó a conocer y con quien, según sus abogados, tuvo tratos familiares. Hasta que don Antonio falleció a causa de aquel frío que le congestionó el cerebro y la funeraria de la calle de Preciados se hizo cargo del traslado del cuerpo a la Sacramental de San Justo, utilizando el nombre, por lo conocido, de don Antonio, para su publicidad.






   Bibiano, antes de llegar a Cifuentes, encargó anuncios en la prensa de media España ofreciendo recompensa considerable a quien fuese capaz de ofrecerle su partida de bautismo. Una partida que le diese acceso a la considerable herencia dejada por su supuesto padre, cifrada en 1903 en varios millones de pesetas que pensaba emplear en de obras de caridad.

   Porque Bibiano había ingresado, cuando se lo permitió la edad, en los franciscanos. Y hecho fraile recorrió España, Francia e Italia pidiendo limosna y haciendo caridad. De aquella manera llegó a Cifuentes. Y tan buenas eran sus palabras que por media Alcarria fue tenido por santo varón y las limosnas que fue recogiendo, al decir de algunas lenguas, pudieran llenar, en trigo, varios vagones de ferrocarril. 

   Sucede que lo que es bueno para unos suele para otros no estar del todo bien visto. Levantando las iras envidiosas de quienes hasta su llegada se habían ocupado de la ermita; un pastor de la zona y su mujer, Vicente y María.

   De que pudieron ser ellos quienes se encargaron de la desaparición de Bibiano Gil dio cuenta quien entonces comenzaba a destacar en el periodismo y terminaría siendo, además de buen escritor, gran abogado criminalista, José Serrano Batanero, hijo del médico de Cifuentes, don Félix Serrano Sanz y, por correspondencia, primo hermano de quien más tarde sería cronista provincial, don Francisco Layna Serrano. Serrano Batanero puso la denuncia y siguió, paso a paso la indagación del sucedido hasta que los ermitaños fueron detenidos y confesaron su crimen. Lo habían matado aquella noche del 21 de febrero, cargado su cuerpo como si de un fardo se tratase sobre los lomos de una borrica y, en medio de la nevada, arrojado su cuerpo a una sima, a varias decenas de metros de profundidad sobre el nivel de la tierra.

   Rescatar el cadáver fue toda una aventura, ya que se necesitó material especial para descender a las profundidades de la tierra. Material que proporcionó la Academia de Ingenieros de Guadalajara, y maquinaria que puso a disposición de Cifuentes la pujante industria minera de Hiendelaencina. El valeroso hombre que descendió y subió en sus brazos el cadáver del infeliz, el obrero de Cifuentes, Perfecto García, recibió una recompensa en dinero, por colecta vecinal, y un empleo de caminero por parte del Gobernador de la provincia, que se desplazó hasta Cifuentes para dirigir personalmente los trabajos recibiendo a cambio el nombramiento de “Hijo Adoptivo de la Villa”.

   Varios cientos de personas acompañaron los restos de Bibiano desde la Sima del Cura, donde lo sepultaron sus matadores, hasta la villa, y después hasta darle tierra santa en el interior de la ermita. A la ermita, sobre sus hombros, lo introdujeron los periodistas que lograron que el caso se resolviese; a la cabeza, claro está, Serrano Batanero, quien a partir de aquí alcanzó fama poco menos que nacional en lo de contar historias.






   Mientras, en Cifuentes, Vicente, su mujer, su suegra, su cuñado y algunos otros que estaban detenidos, se enzarzaban a grito pelado en discusión pública a través de los barrotes de la cárcel. Que a punto estuvo de ser asaltada por los vecinos queriendo hacer justicia popular. 

   Serrano Batanero entrevistó a ambos acusados en el patio de la cárcel y sus fotografías dieron la vuelta al mundo. María, la mujer del pastor, se empeñó en ser retratada con una rosa en la mano, para mostrar al pueblo lo viva y fresca que se encontraba, y sin ápice de remordimiento. Se vino abajo cuando, al leerse el veredicto del jurado, la condenaron a 17 años en la galera de Alcalá. A su marido, a quien llamaban el “Calavera”, lo mandaron, de por vida, al penal de Cartagena.

    El tiempo, que todo lo cura, no ha logrado borrar aquella historia que, a diario, pueden recordar quienes pasan por la ermita de Cifuentes, donde una placa recuerda a Bibiano; lo que ocurrió antes y sucedió después. 

   Hace unos meses, al aparecer el libro que minuciosamente cuenta este suceso “El crimen del ermitaño”, una de las descendientes de los herederos de don Antonio Gil Leceta me escribía para darme las gracias por contarlo, ya que desconocía muchos de los antecedentes familiares que allá aparecen, y me decía que hay cosas que no deben olvidarse, y tenía razón porque de todo, incluso de las desgracias, se puede aprender. La historia de Bibiano Gil, el ermitaño de Cifuentes, es una de ellas. A pesar de que ocurriese en un ya lejano 21 de febrero de 1905.
 
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 10 de marzo de 2017

FRANCISCO LAYNA SERRANO, EL SEÑOR DE LOS CASTILLOS

 

FRANCISCO LAYNA SERRANO. EL SEÑOR DE LOS CASTILLOS.
A los 125 años de su nacimiento


   Dos meses antes de lo previsto llegó al mundo Francisco Zoilo Layna Serrano, en el pueblecito de Luzón. Una madrugada del 27 de junio de 1893. Dos meses antes de lo previsto porque nació sietemesino, como él mismo solía recordar cuando la ocasión le era propicia; y con los problemas que ello conllevaba en aquellos tiempos. La suerte estuvo en que su padre, entonces médico de aquella población, estaba especializado en obstetricia. A pesar de ello, y a lo largo de los dos meses siguientes estuvo entre la vida y la muerte.



   Quizá este nacimiento, recordado mucho tiempo después, fuese lo que de alguna manera marcó su vida y la dirigió hacía un trabajo constante y unos deseos por hacer todo lo que debía, o necesitaba, antes de que llegase el día de despedirse del mundo. Porque hay gentes que pasan por él predestinadas a dejar huella. Y don Francisco la dejó.

   Cuando vio publicado en la prensa provincial su primer artículo: “La marcha del soldado”, probablemente estaría imaginando que, con el tiempo, podría dedicarse a la escritura, su sueño. Corría el año 1909 y a su tío Manuel Serrano Sanz, su maestro en esto de la historia, le faltaban aún muchos años para ser Cronista Provincial, y poco después dejarle el cargo.

   La Marcha del Soldado, que marcaba el inicio de una carrera a medio camino entre la literatura creativa, y la historia: ¿Veis aquél camino tortuoso que serpentea entre los riscos del alto cerro? ¿Distinguís aquella muchedumbre de hombres, mujeres y niños que en larga procesión camina por la estrecha vereda?...

   Eran tiempos de ardores guerreros en los que los mozos alcarreños, como los de media España, marchaban a las guerras coloniales.



   Y es que por aquellos tiempos de los primeros decenios del siglo XX Francisco Layna soñaba con viajar y escribir. Eligió los estudios de medicina por tradición familiar, a pesar de que siempre le “tiró” lo de la literatura y la historia. Y las revueltas estudiantiles. Que alguna lideró en aquellos revoltosos tiempos en los que los estudiantes también se movilizaban en contra de la injusticia social; y de unas normativas demasiado estrictas para los universitarios. A pesar de habernos legado su imagen de hombre ordenado, fue uno de los que en el teatro Novedades de Madrid lideró la revuelta estudiantil que concluyó en alboroto callejero y manifestación multitudinaria hasta la Dirección General de Seguridad, para pedir la libertad de los detenidos. Y uno de los que habló ante el Ministro de la Gobernación, para poner sobre la mesa las propuestas: libertad o huelga general. En algunos medios de prensa, de aquellos difíciles años del inicio del segundo decenio del siglo XX, sacaron su foto liderando a los estudiantes. Una escena, casi de película, sucedió cuando abandonando la Dirección General de Seguridad su jefe supremo, don Ramón Méndez de Alanís,  le espetó aquello de:

   -Es usted muy determinado. Llegará muy lejos. ¿Cuál es su nombre?
   Y la inteligente respuesta del hombre de acción:
   -En este momento no me llamo de ninguna manera; soy tan sólo un representante de mis compañeros que dejó nombre y apellidos a las puertas de la calle.

   Años más tarde lideraría, también como estudiante de sus últimas asignaturas médicas, las revueltas estudiantiles que pidieron en Madrid el indulto para un médico que cometió uno de los más graves errores de su vida, enfrentarse a un alcalde. Se trató del famoso caso del Médico de El Pobo de Dueñas. Con este motivo apareció por vez primera su nombre en la prensa nacional, escribiendo en defensa de aquel pobre médico y su infeliz familia. Layna fue uno de los que hablaron en el antiteatro de la San Carlos; y sus artículos vieron la luz en “La Acción”, y “La Correspondencia de España”.

   Por aquellos tiempos fue alumno de don Santiago Ramón y Cajal, su profesor de Histología, y único que libró de su particular juicio crítico, en cuanto a humanidad y conocimientos. Siempre lo consideró como lo que fue, un genio por encima de la genialidad de sus coetáneos.


    De los escritos de aquellos años, en los que compaginaba la dedicación a la escritura con los estudios de medicina, y el juego amoroso con quien compartiría una parte de su vida, Carmen Bueno Paz, quedan esparcidos por semanarios y revistas algunas que otras cuartillas de lo que él llamó “recuerdos y memorias”. También esparcidas han de quedar las páginas de alguna de sus novelas costumbristas, como su apreciada “Amelia de Castellar”. Ante todo son recuerdos de sus años jóvenes en Ruguilla, el pueblo alcarreño que lo vio crecer; sin que falten las reseñas a Jadraque, Molina, Cifuentes, Durón, Trillo… Aquellos pueblos por los que se desparramó la familia y a la que, a lomos de mula, era casi obligado visitar al menos una vez al año y, por supuesto, en bodas, bautizos y funerales.

   Puede que de esas visitas familiares le naciese también la afición por viajar. Francisco Layna fue un gran viajero, y como pionero en el mundo de la fotografía, en aquellos viajes no podía faltar su cámara de fotos. Con ella al hombro y Carmen como compañera, recorrió media España a partir del día de su boda en la que tras los fastos de la ceremonia marcharon a pasar la noche a la imperial Toledo. Después vendrían Córdoba, Sevilla y Cádiz. Más adelante Mérida, Cáceres y Badajoz, y en años sucesivos la totalidad de La Mancha, Castilla y el Levante… España entera. Y dentro de esa España, Guadalajara estaba escrita con letras mayúsculas en sus recorridos. Visitar la Alcarria resultaba obligado, lo mismo que hacerlo con la comarca de Molina, donde quedó la otra parte familiar, la de Carmen Bueno, desde su pueblo, Maranchón, hasta la propia capital del Señorío.

   El relato de sus viajes quedó plasmado en unas “Memorias” que Francisco Layna nunca quiso publicar. Las encontraba demasiado críticas hacía sus paisanos, a pesar de que por ellas desfilen personajes, horizontes y escenas imposibles de recuperarse al día de hoy. Y es que en el relato corto de las vivencias y encuentros, Francisco Layna se veía en la obligación de ir “al grano” para contar en breves líneas lo que deseaba destacar. Sin cuidar formalismos, y sin temor a las críticas.

   Como perteneciente a múltiples asociaciones, principalmente a la de los Amigos de los Castillos y a la Sociedad Española de Excursiones, llevó a través de la provincia a sus amigos académicos e historiadores, viajes que plasmaría en los textos que acompañaron las reseñas de aquellas excursiones en las revistas o boletines de estas y otras asociaciones, junto con sus fotos. En otras ocasiones, y con motivos extraordinarios, algunas poblaciones editaron la breve reseña de su historia o su castillo en alguno de esos folletos que hoy consideraríamos como “turísticos”, y fueron en su tiempo la página que faltaba para darlos a conocer, en algunas ocasiones, de casualidad.



   Alcanzó en la provincia los máximos honores. También se le hicieron algunos de los mayores desplantes. Notándose su ausencia, descortesía municipal que todo el mundo notó, en la firma protocolaria de la cesión del Palacio del Infantado al Estado y al Municipio. Un palacio al que, en la defensa de su reconstrucción, empeñó media vida. La descortesía municipal para con  sus gentes ha sido, y es, en muchas ocasiones y algunos pueblos de la provincia, asignatura pendiente.

   Su vida histórico-literaria dejó una docena de títulos de libros publicados. Los suficientes como para marcar el camino de los historiadores venideros. Una docena de libros de historia. Otra de libros médicos. Cientos de artículos de prensa. Miles de fotogramas irrepetibles; marcando, sin lugar a dudas, el camino para futuras publicaciones e investigaciones, ya que sus métodos, muy criticados al día de hoy, sin tener en cuenta los medios existentes hace cien años, han servido para que otros historiadores mejorasen su obra.

   Fumador empedernido desde la juventud; sobrio en el trato; cordial con sus amigos; forjador de una Guadalajara que en su tiempo no lo entendió, y que sigue hoy, con cincuenta o sesenta años de retraso los caminos que marcó, se despidió hasta la eternidad un día de comienzos de mayo de 1971.

   Y su nombre, a ciento veinticinco años de su nacimiento, sigue siendo, sin duda, el más pronunciado en la provincia que lo vio nacer. Y viva continúa su memoria.


Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Semanario Nueva Alcarria. Guadalajara, 29 de junio de 2018

EL DÍA QUE TEMBLÓ LA TIERRA

 

GUADALAJARA 1755, EL DÍA QUE TEMBLÓ LA TIERRA.
El terremoto de Lisboa del 1 de noviembre hizo pensar en el fin del mundo

 
   Hizo pensar en el fin del mundo porque, por si fuera poco, coincidió con la festividad de Todos los Santos, a la hora en la que los fieles creyentes, mayoritariamente, se encontraban en misa, produciéndose la mayoría de los daños en las iglesias, sus torres y suelo, repleto entonces de tumbas alguna de las cuales al efecto del meneo terrestre se abrieron con lo que, miel sobre hojuelas, aquello significaba que el Redentor se disponía a presidir el juicio eterno.





   Está considerado como uno de los sucesos más importantes de la historia de Europa y, desde luego y para su época, de los más documentados, en España al menos, ya que el rey, Fernando VI, envió a los concejos un cuestionario para que diesen cuenta de cómo se había vivido y los daños que había  producido, que muchos fueron, desde la raya de la frontera portuguesa hasta las costas del Mediterráneo y la falda de los Pirineos. El epicentro se situó en la falla de las Azores y llegó a alcanzar, en estimaciones actuales, entre los 8 y 9 grados Ritcher, con lo que la devastación fue general. Solamente en Lisboa, la ciudad más afectada, dejó al menos 50.000 muertos.

El obispo de Sigüenza interrumpió la misa y la reanudó en la sacristía


   Gracias a aquella iniciativa del rey don Fernando, o de sus consejeros o ministros, conocemos lo que sucedió en alguno de nuestros pueblos, y cómo el temor a la muerte hace eterno el paso del tiempo, convirtiendo en interminables minutos lo que en condiciones normales pasa en un soplo.

   Que fue de gran duración está estudiado. Los sismógrafos estiman que el vaivén provocado en la tierra duró alrededor de dos minutos, los suficientes para que, viendo oscilar a los Cristos en las naves de las iglesias, y repicando las campanas a su antojo sin que nadie les tirase del badajo, los mortales se arrojasen en masa sobre las puertas provocando que algunos de los muertos fuesen de resultas de aquellas avalanchas.

   Cierto es que los efectos tampoco fueron del todo malos para algunas localidades, caso de Cifuentes donde a los informes reales respondieron que de resultas del bailoteo de la tierra a sus cien fuentes históricas se añadieron dos más, una que manó leche, y otra vino.

   No fue lo más normal, ya que en la mayoría de los lugares algunas fuentes se secaron y en otras se desvió el cauce de los ríos y, en algunas más, los ojos de quienes no se encontraban en la iglesia, por haber oído misa con anterioridad, como ocurrió en Albares –al decir del informante-, observaron una bola de fuego que se cernió sobre la localidad. La vieron unos chiquillos de corta edad con lo que finalmente se dudó de la certeza.

   De lo que no quedaron dudas en Alhóndiga es de que duró, entre unas cosas y otras, como media hora, de diez a diez y media de la mañana, y en Almoguera, a pesar de no haber causado otra cosa que miedo, se temió que una peñasca de unos cuantos miles de kilos, separada del castillo, con otro vaivén cayese sobre la localidad y arruinase una buena parte de sus casas, abandonadas por los vecinos ante el temor de que aquello sucediera. En Berniches la duración se estimó en un cuarto de hora, escuchándose como en tantos otros lugares el bramido de la tierra, que fue como si tronase en sus entrañas y muy pocas personas mantuvieron la calma; entre las que lo hicieron está el señor cura de Fuentelencina quien interrumpiendo los oficios divinos lanzó lo de: “Señores, estense ustedes quietos y pedir misericordia a Dios, que esto es temblor de tierra”.

El Corregidor de Molina ordenó cerrar las iglesias


   En Peñalver un canto caído de las alturas de la torre campanera de la iglesia descalabró al Alcalde, que fue el único herido en la población y de los pocos de la provincia, a pesar del atropellamiento con el que, en la mayoría de los casos, se abandonaron las iglesias como anteriormente se decía, lo que pudo producir en algunas la avalancha que se vivió por zonas de Extremadura. Pero aquí se conservó la calma, incluso en Valdeconcha, después de ver caer al suelo, como por ensalmo divino, las coronas de Nuestra Señora de los Rayos y del Niño Jesús que mantenía en su regazo.

   Don José Ortega de Castro, alcalde mayor de Jadraque, fue tan explícito como poético al describir la situación en la localidad, donde se observó la privación cristalina de las fuentes en sus aguas, sin que se advirtiese señal por la cual las personas de reflexión y experiencia pudiesen inferir resultas graves; a pesar de que la mayor parte de ellas padeció una especie de flaqueza de cabeza.

   En San Gil, de Molina, los curas que ofrendaban los oficios fueron los primeros en salir corriendo, lo que provocó el pánico en la feligresía que abandonó atropelladamente la iglesia, tomando el teniente de corregidor la determinación de cerrar con llave las puertas, en previsión de que los vecinos regresasen, a coger algún candelabro o cosa similar y a consecuencia de ello sufriesen alguna descalabradura, ya que la iglesia se vio sumamente perjudicada. En la colegiata de Pastrana, sin embargo, los curas fueron los únicos que permanecieron al pie del altar, hincándose de rodillas, a pesar de que la techumbre amenazaba con caérseles encima. Y en la catedral de Sigüenza, donde la misa era presidida por el Sr. Obispo, don Francisco Javier Delgado Venegas, se retiraron los celebrantes a la sacristía en la que, en su capilla de las reliquias, continuaron la celebración después de que se pasó el susto.

   Las torres de las iglesias, por su altura, fueron las más dañadas, cimbreándose en algunas ocasiones lo mismo que los juncos de las veredas de los ríos, al tiempo que, dicho está, las campanas, como si fuesen aquella que en Velilla tocaba a destiempo, o cuando la desgracia amenazaba al reino, se emplearon en su danza y repique de bronce, para aumentar un poco más el miedo de los mortales al anuncio del juicio eterno. En Atienza se resquebrajó la de la Trinidad; algunas peñascas se derribaron de la de San Bartolomé, cayendo sobre el tejado de la sacristía, y en el ábside del convento de San Francisco se abrieron algunas grietas dañando la Capilla mayor donde se veneran algunas de las Santas Espinas de Nuestro Señor Jesucristo. También resultaron dañadas las escaleras que desde la cripta y sacristía subían al altar mayor y al coro.

   Los sucesos extraordinarios que vieron los ojos de quienes aguardaban el final del mundo con el desplome de los cielos, pasado que fue el soponcio, fueron de todos los modelos y colores imaginables. Desde quienes presintieron la víspera un extraño bramido de la tierra y un viento helado que predisponía la imaginación al suceso extraordinario que había de sucederse; a quienes observaron en el cielo, entre rayajos cárdenos, la frente ensangrentada de Nuestro Señor coronado de Espinas, dispuesto a juzgar al pecador irreverente.

   Pecadores todos que, siguiendo órdenes superiores, y para mayor gloria, se unieron en multitud de procesiones por los cuatro puntos cardinales de la Patria, y de la provincia de Guadalajara, claro está, en procesiones penitenciales de las que participaron cofradías y hermandades para dar gracias al altísimo por seguir vivos. Te Deums y ofrendas se sucedieron a lo largo de días y días de penitencias; unas penitencias que, siguiendo el rito de los tiempos, llevaban aparejadas toda una serie de actos quizá en nuestro tiempo incomprensibles; entre ellos, la abstinencia carnal entre hombre y mujer por tres días en los que habían de dejarse las ventanas de las casas sin abrir o las tabernas sin atender a su feligresía para que, en busca del reparo, dedicasen el tiempo a la oración.

Los curas de la Colegiata continuaron en sus puestos en la de Pastrana


   Nadie se fijó en el aullido del lobo, el ladrido de los perros, el rebuzno de los asnos o el cacareo de las gallinas, hasta que pasó el susto y fueron preguntados por los efectos que produjo en los hombres y en las bestias. Caso curioso fue que en Ciudad Rodrigo (Salamanca), bandadas enteras de perdices sobrevolaron la ciudad de forma y manera que uno de los clérigos de aquella catedral, desde la ventana de su casa, con cada tiro de escopeta fue capaz de abatir de tres en tres las piezas.

   Del tiempo que duró, como antes se dijo, que oficialmente fueron alrededor de dos interminables  minutos, únicamente en Sigüenza se ajustaron a lo real. Los más matemáticos lo cifraron en medio cuarto de hora –siete u ocho minutos-, lo más creyentes en el tiempo en que se reza un pater noster.

   Contaba a quienes lo escuchábamos, hace unos pocos años, uno de los más eminentes doctores en la ciencia de la sismografía, el profesor don Alfonso López Arroyo, natural de Aranzueque –vaya mi recuerdo al excepcional hombre de la ciencia provincial, cuando se ha cumplido un año de su silenciosa muerte-, que un gran terremoto, similar al de Lisboa había de producirse por estas tierras en un plazo medio de cincuenta años. La mayoría para entonces ya no estaremos. Pero seguro que, pasados trescientos, alguien hará memoria de lo que suceda, como memoria de lo que sucedió doscientos cincuenta atrás, aquí hago. Y les parecerá irreal la vivencia de quienes les precedieron. Suele pasar. Y si pasa, pues… Que Dios  nos pille confesados, que se suele decir.
    

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 2 de noviembre de 2018

CIFUENTES, Historia, Crónica y Memoria

    CIFUENTES, Historia, Crónica y Memoria      Esta es una de las villas más antiguas y de mayor interés histórico de la provincia de G...